No hay época más iluminada y visionaria que la infancia. Dice mi madre que tardé una eternidad en empezar a andar. Eso fue porque no quise levantarme hasta haber agotado las posibilidades exploratorias del mundo a ras de suelo, una tarea más extensa y compleja que los procesos de desarrollo infantil descritos por los pediatras. Eso sí, cuando empecé a andar erguida lo celebré caminando de puntillas. Y cuando estaba a punto de conseguir la ingravidez total, mis padres y un pediatra decidieron enroscarme los pies al interior de unas botas ortopédicas frankenstenianas que me anclaran a este mundo-de-mortales-hasta-la-muerte.